2. La adolescencia de Teo





Teo se crió en el típico ambiente de una familia de clase alta del barrio del madrileño de Salamanca; con cocinera, doncella y profesor particular, además de portera, claro está. La casa, era un noble edificio de finales del siglo XIX, tenía escalera y ascensor de servicio, con vistas a una gran avenida por donde circulaban tranvías. Tenía más habitaciones de las necesarias, algunas podía decirse que desconocidas, pero la más animada era siempre la amplia cocina, donde reinaba doña Pura, la cocinera. Era el único lugar donde estaba permitido el acceso a los extraños, que accedían directamente desde la escalera de servicio. Por allí pasaba el chico de la tienda de comestibles, pero también el profesor particular de Teo, don Ernesto. Sobre la enorme nevera, recién adquirida, colocaba doña Pura la capillita de la Inmaculada, la quincena que le tocaba, y a ratos libres aprovechaba para mal rezar algún que otro rosario mezclado con exclamaciones y lamentaciones como «¡Ay, Señor!», «¡Bendito sea el Santísimo!», o en alguna ocasión, pero más raramente, «¡Que sea lo que Dios quiera!», expresiones que no tenían nada que ver con la rutina diaria, ni con la capilla ni la Inmaculada. Sea por lo que fuere, doña Pura tenía esa vieja y piadosa costumbre y persistía en ella porque, a pesar de llevar más de veinte años en la ciudad, todavía añoraba un pueblo que, dicho sea como anécdota, se lo engulló hasta la torre del campanario un pantano inaugurado en 1952, tal vez uno de los primeros construidos por el dictador para refrescar su tiranía. Dicen que cada año por las fechas en que fue inaugurado, y a la hora puntual, suena la campana de la torre (pese a que ya no existe), eso si no hay riada, claro.


Don Ernesto

A media tarde aparecía siempre don Ernesto, se sentaba en uno de los extremos de la inmensa mesa y permanecía abstraído y repasando los temas que debía ensañar aquel día a su privilegiado alumno. Como eran ya las seis pasadas, doña Pura le había preparado algo de comer.

—Tantos latines y no tiene usted quién le remiende los calcetines. ¡Señor que lástima de inteligencia!

También solía venir el chico de la tienda con el pedido para el día siguiente, que colocaba ceremoniosamente en otro extremo de la amplia mesa, contemplando cada cosa como preguntándose por su razón de ser. Doña Pura intentaba repasar la cuenta, «Me llevo tres; me llevo tres. ¡Ahí, que tonta, ya no recuerdo de cuánto me llevo! ¿Todavía está aquí? A ver, siete más nananana… treinta y siete, y me llevo tres!» Pero el chico de la tienda le distraía con comentarios disparatados y fuera de lugar: «¿De qué le sirve al jilguero cantar si vive preso en su jaula? ¿No sería mejor que rebuznara y renegara de su esclavitud?». Doña Pura no le prestaba atención. Había exclamado dos o tres veces «¡Ay, Señor!» y se le olvidó completamente que debía repasar la cuenta. Ahora se sentía más interesada en el profesor, sobre todo porque estaba empeñada en casarlo, pues no había nada que la mortificara más que su propia soltería. El chico quiso llamar también la atención del profesor y se le ocurrió otra de sus frases lapidarias:

—¿Por qué somos así? Porque Caín mató a Abel, y desde entonces los hombres se asesinan unos a otros sólo por la costumbre heredada de Caín.

Doña Pura estaba pendiente del profesor y no prestaba atención al chico de la tienda. Pero la distraía intentando pensar en algo tan desproporcionado y descomunal como considerar a todos los hombres unos simples y míticos asesinos sólo por las fuerza de la costumbre. Pero no replicaba, porque no hacía ni veinte años que las disparatadas opiniones del muchacho estuvieron más que justificadas. Según datos fiables fue un millón o más de muertos y la mayoría por las mismas causas por las que Caín mató a su hermano Abel. Dicen que el general que provocó aquella matanza no tenía ningún sentido de la fraternidad, y apenas familiar. Parece que respetaba a su mujer por su condición de miembro destacado de la Iglesia católica, y en cuanto a su hija, los que le conocieron bien dicen que no le prestaba la mínima atención. En la aldea anegada por las aguas en 1952 se decía que el general deseaba un hijo, un hijo general naturalmente, alguien a quien poder confiar una misión delicada, como tomar Madrid, porque no confiaba en sus generales; prácticamente los detestaba. Temía que le arruinasen su gloria, la misma que adquirió Caín matando a Abel. Los moros de su ejército de mercenarios le tenían sin cuidado, pues prácticamente no los consideraba seres humanos. No sólo porque algunos se comportaron de manera brutal, lo que justificaba plenamente sus suposiciones, sino porque no se podía ser humano sin religión, la católica, claro está. Parece que a la única mujer a la que admiraba, pero sin caer en extremos, era a Isabel la Católica, a la que dedicó su matanza.

—El jamón que le pongo hoy es del bueno, que si se entera don Francisco me armaría un buen lío. Este es de Extremadura, de cerdos criados con bellotas en las fincas de sus amigotes militares. Hoy debe andar pegando tiros a las pobres perdices —cortó una, dos, tres lonchas; miró al profesor y cortó una cuarta— ¡Ea, no crea que soy roñosa! —se limpió las manos en el amplio delantal, dejó el fino cuchillo sobre la gruesa y grasienta madera de trinchar y colocó las rodajas en un fino plato de porcelana. Volvió a mirar al profesor y le recriminó en silencio un reproche imaginario difícil de suponer, porque chasqueo los labios, movió la cabeza y como si hubiera sido convencida de la inocencia de Judas, le puso el plato en el lado preciso de la amplia mesa donde solía almorzar. —¡Ande, coma, coma, don Ernesto, que un hombre de su talento bien merece una buenas lonchas de jamón de bellotas!

—Usted, que es culto y ha estudiado —dijo de pronto el chico de los recados dirigiéndose al profesor—, sabe cómo piensa un anarquista —bajó la voz, pero no antes de las dos últimas sílabas; cualquiera de la secreta le hubiera detenido con sólo escucharle decir «quista». Prosiguió con aire de conspirador en un ambiente familiar—. Un anarquista es alguien que crea, porque la libertad, así sin más, consiste en crear, con eso ya basta. Por ejemplo, si yo tuviera gallinas pondría el huevo encima de la gallina y que fuera lo que Dios quisiera. ¿Por qué?: ¡porque soy creativo! ¿Qué gana la gallina incubando el huevo?: ¡otra gallina! ¿Y qué gana la otra gallina incubando otro huevo?: ¡otra gallina! ¿Y la otra y la otra y la otra?: ¡más gallinas! Y lo que yo digo es: ¿cómo podemos los seres humanos aspirar a lo mismo que aspiran las gallinas?

El profesor tomó el cuchillo que le acercaba doña Pura. Intercambiaron una socarrona mirada acompañada de una sonrisa benévola. El muchacho esperaba una respuesta. Su expresión era evidentemente la de alguien con futuro.

De improviso entró la doncella. Al ver al profesor sentado a la mesa intentado comer el jamón de la manera menos natural y adecuada es evidente que se sintió turbada. Hizo como que tenía algo importante que hacer, abrió y cerró varios cajones y por fin comprendió que no podía seguir haciendo esas cosas sin sentido. Desmotivada y derrotada se dejó caer en la primera silla con la que se tropezó, pues su frenético disimulo le impidió verla.
 

El desengaño

Conchita era una chica de pueblo sin aspiraciones. Alguien la puso en un tren con una maleta de cartón llena de ropa interior, recuerdos y un escapulario de una virgen local. Recordaba el día en que tomó aquel tren correo de color marrón. «Conchita, hija, haz lo que te mande la señora. No dejes mal a tu familia». Le había gritado desde el andén. Lo único que recordaba era la cara extraña y nueva del tonto del pueblo, porque era la primera vez que parecía tener expresión y tristeza. ¿Estaría enamorado de ella? Pero, cómo saberlo. El tonto sólo sabía decir: «Mummmm, mummmmm, mummmm». A todo decía «Mummmm», pero con un tono notablemente diferente. Hablaba mucho y todo el día, y la gente le entendía. Hasta hacía complicados recados para los del pueblo. Pero aquel día no dijo nada. Aquél día, en la estación, su entrecejo estaba contraído, tenía los ojos bien abiertos, la boca babeaba con más intensidad y algo parecido a una lágrima espesa y sucia ensombreció su mirada franca y despejada. Conchita sintió algo de repugnancia, pero se compadeció de él. Y ahora se había enamorado del profesor particular de Teo; y cuando se encontraba con él le recordaba la expresión del tonto en la estación, que debía sentir lo mismo por ella, pero desde luego en el más absoluto de los secretos, pues el tonto jamás pudo sospechar que un día la viera vestida de domingo cargando una maleta de cartón asomando su moreno, saludable y pueblerino rostro por la ventanilla de aquel vagón marrón, ennegrecido por la carbonilla, instantes antes de que emprendiera su cansina marcha hacia Madrid. Conchita le miro y le sonrió sólo por compasión, pues era evidente que nunca hubiera podido sentir nada especial por él.

Cuando estaba junto al profesor, Conchita agradecía a su madre que la hubiera metido en aquel destartalado tren aquel sofocante atardecer, porque no le parecía extraño ni chocante que aquel hombre dulce, culto y comprensible se fijara en ella, sobre todo ahora que tenía tan buen aspecto, con los cabellos bien arreglados, el cutis más limpio y cuidado, los modales más finos y hasta según le parecía más femeninos. Lo cierto era que le gustaba el profesor, no porque fuera guapo, sino grande, inmenso, culto y protector. No como un padre, sino como un dios. Se sirvió un baso de agua de la fresquera y se sentó en la misma silla que había puesto fin a sus infundadas angustias. Ahora miraba al chico de la tienda e intentaba prestar atención a la conversación, porque el profesor también parecía interesado. Ella, a veces, vivía a través de él. Aquella era una de esas veces. «No hables si no te preguntan —le dijo su madre antes de subir al tren marrón—. No seas curiosa y baja la vista cuando se dirijan a ti, tanto el señor como la señora. No pienses, sólo obedece.»

Conchita ya sabía que el tonto del pueblo se ahogó en una poza del río, justo debajo del puente. Todos los del pueblo sabían que en aquel remolino había una poza y el tonto debía de saberlo también. La carta, mal caligrafiada y con algunas manchas de grasas (seguramente que su padre la guardó en el morral donde solía llevar el tocino para el almuerzo al pastorear las ovejas antes de llevarla al buzón de Correos que hay en la estación) decía: «Miguelito, el pobre, se ha tirado al río desde el puente, justo donde está la poza. Se nos hace raro que se ahogara sabiendo nadar mejor que los peces». ¿Por qué le venía ahora a la mente la imagen de Miguelito, boquiabierto, detrás del carromato del mozo de la estación?

—Si yo fuera el hijo de un general, como Teo, por poner un ejemplo…

—¡Ya salió otra vez el tema militar!

—Déjeme que siga, doña Pura, que no va por ahí la cosa. Digo que si fuera el hijo de un general no soñaría, y con el tiempo y todas las monsergas de la educación sería, casi con toda probabilidad, otro general (del huevo sólo puede salir otra gallina, etcétera), en cambio al ser un anarquista puedo soñar que ya no soy un chico de los recados y que puedo llegar a ser lo que desee ser. ¿Comprende la idea, profesor?

Si Conchita pensaba con frecuencia en aquel desgraciado era porque aquella tarde en la estación manoseaba inquieto la vieja columna de hierro de la marquesina de la estación. Lo vio moverse de un lado a otro sin atreverse a separarse de ella, como si estuviera atado y no se pudiese librar de una soga imaginaria. Pero, al mismo tiempo, el pobre en su ingenuidad de retrasado mental tal vez creía que podía ocultarse detrás de aquel pedazo de hierro repintando y herrumbroso. No es que Conchita le prestara atención, porque su madre no paraba de aconsejarla sobre mil cosas, como «Ponte la mano en boca cuando estornudes, que salen microbios y la señora se puede contagiar» o «¿No te habrás olvidado del velo y el devocionario que te regalamos por tu comunión?». Pero de vez en cuando no podía evitar entrecruzar alguna que otra mirada con él.

Doña Pura sirvió un baso de vino, lo puso sobre la mesa con un calculado golpe para no derramarlo, lo que mostraba claramente su intención de terminar con aquella absurda conversación, le dio una palmada en la espalda al profesor, y dirigiéndose al chico de los recados, casi le gritó:

—¡Anda, anda, déjate ya de majaderías y deja tranquilo al profesor, que el niño estará a punto de llegar y todavía no ha probado bocado!

El profesor sacudió ligeramente la cabeza, pensó unos instantes, comió el trozo de jamón que esperaba trinchado en el tenedor, y cuando pudo articular palabra, dijo apesadumbrado por una confusa idea que no era capaz de concebir:

—¡Eso es una utopía!


Un amante anarquista

El chico no replicó porque se quedó prácticamente sin palabras al no saber tampoco qué era a ciencia cierta una «utopía». Por tanto se resignó, pero se propuso descubrir lo antes posible el significado de una palabra nueva pero no extraña ni desconocida. No le angustiaba porque estaba seguro de que no era sino un convencionalismo de la educación burguesa, porque aquella palabra, como todas las demás, debió de haberla inventado algún burgués bien educado. Pero mientras cargaba la cesta debajo del brazo comprendió que para aprender a volar no sólo era necesario el cielo sino saber mover las alas. Así terminó bruscamente aquella conversación.

—¿Qué es una «utopía»?

Le preguntó por fin Conchita al profesor después de que se hubo marchado el aspirante a anarquista.

—Utopía es una palabra de origen griego que significa «ningún lugar» —Conchita pensó que ella debía de vivir en una utopía. Pero no pudo seguir haciéndose una idea porque de improviso volvió a su mente la muerte del Miguelito. «Pobre chico, estaba inflado como un pellejo de vino», le decía la madre en su carta. «En el entierro al cura dijo que iría con toda seguridad al cielo, eso si San Pedro no averiguaba algo turbio en la causa de su muerte. Lo lógico es que un tonto no sepa lo que se hace: igual le puede dar por cantar que por tirarse a la poza del río.» No es que le pesara la muerte del tonto, porque después de todo apenas si habían cruzado unas miradas en la estación, pero por alguna razón desde el día en que recibió la noticia, y sin justificación alguna, aquella breve imagen volvía una y otra vez a enturbiar su conciencia. «Las comadres lo dijeron claro: fue una suerte que el Miguelito se fuera tan joven de este mundo, porque hubiera sido una carga para la pobre familia, que ya tenía seis cachorros y ni siquiera sabían si el último, todavía de pecho, era o no tonto.»—. La palabra utopía se emplea para designar un mundo perfecto, sin injusticias ni desigualdades sociales. El primero en utilizarla en la literatura fue un inglés que se llamaba Thomas Moro.

Le dijo don Ernesto creyendo que estaba pendiente de sus explicaciones. Pero Conchita ya había conseguido apartar de su mente el asunto de la muerte del Miguelito, porque en realidad no había ninguna razón para darle más vueltas al asunto: se habría caído a la poza haciendo algunas de sus locuras de tonto. Ahora estaba pensando en que era miércoles y no veía el momento de lucir el vestido que había comprado a un vendedor ambulante en la puerta del mercado de la calle Hermosilla. Eran su dos primeros duros ahorrados a costa de sacrificar otros caprichos, como las pipas de girasol tostadas, los helados de corte, las cintas del pelo, el cine de la calle de Alcalá, donde se proyectaba un película de Carmen Sevilla de la que le habían contado maravillas,

Además seguía enviando diez duros al mes y sabía que con ellos la madre podía comprar infinidad de cosas necesarias, eso si no se los gastaba en misas y responsos para intentar sacar del Purgatorio al tío Julián, que con toda seguridad, dado que fue ateo y republicano, debía estar allí; eso si no fue de cabeza al infierno y se malograban todos sus esfuerzos, y sus diez duros mensuales. La madre, su hermana, seguía confiando que en el último instante, antes de que lo fusilaran los nacionales junto a la tapia del cementerio, se arrepentiría de todos sus pecados y andaría purificándose en el Purgatorio, pero dicen que en lugar de eso gritó «¡Viva la República!». ¿Pero cuánto tiempo debe pasar en el Purgatorio un ateo y republicano? El cura del pueblo no se lo quiso decir, tal vez para que siguiera encargando misas y poniendo velas a San Esteban, el patrono del pueblo encargado de la mayoría de los ruegos y milagros, que alguno dicen que hizo no sin gastos y requerimientos.

—¿Quién era ese señor moro?

—No era moro; se llamaba Moro. Escribió su fábula «Utopía» en el año 1516 —Conchita hizo un gesto con la boca que evidenciaba su asombro por lo remoto de la fecha, casi imposible de imaginar —. Enrique VIII le acusó de corrupción por negarse a asistir a su boda con Ana Bolena y aceptar su divorcio con la española Catalina de Aragón, y por eso mandó decapitarlo

—Hizo bien ese señor Moro. El matrimonio es sagrado. Una se casa con un hombre para siempre, vayan bien o mal las cosas. En mi pueblo mataron a una mujer porque tonteaba con uno de los hijos del tendero. El marido la sorprendió en el pajar for… forni… ¡bueno haciendo lo que no debía!, y el marido sin pensarlo dos veces le clavó una horca en el pecho.

—¡Eso es una barbaridad! —comentó doña Pura.

Conchita se asustó. Ella no estaba segura de si fue un caso de justicia o de crueldad. Esperaba la opinión del profesor para tener la suya. Pero su respuesta no fue desde luego la que ella esperaba:

—Las personas nacemos libres y libre debemos morir. Nadie es propiedad de nadie, ni siquiera el matrimonio es un contrato de propiedad. Lo único que debe unir es el amor, y el amor es también una utopía. Los seres humanos nacemos y morimos en la más absoluta soledad y desamor. Todo el vivir es una simple experiencia de soledad y desamor compartido.

Conchita estaba confusa pero sobre todo contrariada. Hasta ese mismo momento creía estar enamorado del profesor, pero, de pronto, había perdido todo su encanto. No era grande sino enano y mezquino; no era un dios sino un auténtico demonio; no era humano y normal sino inhumano y anormal. No creía en el amor; no creía en el matrimonio; no creía en la compañía, en la lealtad, el sacrificio, la resignación, el deseo de complacer al ser amado; hasta el esclavizarse si fuera preciso le parecía dulce y amoroso. Ella deseaba ser la esclava de aquel hombre a quien amara y eso no le parecía mal, sino todo lo contrario, en su sometimiento voluntario estaría la prueba de su amor. De pronto el profesor le cerró el camino, se encerró en un descomunal castillo de egoísmo, clausuró su corazón, encerró sus encantos en un baúl y lo cerró con siete llaves, se cubrió el rostro con una fea máscara de indiferencia y desinterés. En otras palabras, dejó de ser un candidato a marido para no ser nada para ella, porque no concebía como podría ser una relación de amistad con un hombre que no comprendía, pero que momentos antes al menos creía que lo amaba.

—¡Ea, ya está bien de cháchara, que tengo muchas cosas que hacer!

Desde ese momento Conchita dejó de estar enamorada del profesor, pero no sintió nada especial, sólo algo de desencanto y desilusión. Se entregó con más entusiasmo a las tareas de la casa y superó aquel desengaño con relativa facilidad.


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